Ya saben que hace unos cuantos meses me cambió la vida, no sólo por convertirme en madre, sino también porque una supuesta alergia del pequeño a la proteína de vaca me condicionó a no tomar nada que la llevase. Seguro que muchos pensarán que se puede vivir sin leche. Sí, se puede. Pero no es fácil, señores. La dichosa proteína está en los sitios más inesperados. Está evidentemente en los quesos, los yogures, las mantequillas y las natas, a todos nos han enseñado los derivados básicos. Pero también en toda clase de galletas, snacks, algunos panes y casi todos los embutidos. He pasado un verano sin helados. Ni sorbetes. Y claramente no ha sido lo mismo.
No sé a cuántos de mis lectores pueda interesar este post, pero quizás haya alguien que, tal y como nos pasó a nosotros, se vea en un momento de desinformación y dudas, con un niño llorón bajo el brazo, que no ganó peso en casi un mes de vida. Con sesiones antigases tarde sí, tarde también. La piel escamada y los ojos irritados. Él y nosotros. Mi niño bombón se había ido convirtiendo poco a poco en una pasa arrugada.