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La vida sin lácteos

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Ya saben que hace unos cuantos meses me cambió la vida, no sólo por convertirme en madre, sino también porque una supuesta alergia del pequeño a la proteína de vaca me condicionó a no tomar nada que la llevase. Seguro que muchos pensarán que se puede vivir sin leche. Sí, se puede. Pero no es fácil, señores. La dichosa proteína está en los sitios más inesperados. Está evidentemente en los quesos, los yogures, las mantequillas y las natas, a todos nos han enseñado los derivados básicos. Pero también en toda clase de galletas, snacks, algunos panes y casi todos los embutidos. He pasado un verano sin helados. Ni sorbetes. Y claramente no ha sido lo mismo.

No sé a cuántos de mis lectores pueda interesar este post, pero quizás haya alguien que, tal y como nos pasó a nosotros, se vea en un momento de desinformación y dudas, con un niño llorón bajo el brazo, que no ganó peso en casi un mes de vida. Con sesiones antigases tarde sí, tarde también. La piel escamada y los ojos irritados. Él y nosotros. Mi niño bombón se había ido convirtiendo poco a poco en una pasa arrugada.

En estos ocho meses de vida sin lácteos me he encontrado con situaciones de todo tipo. Desde una madre insistente en servirme leche sin lactosa. ¡Qué no, mamá! que el problema no es la lactosa, es la proteína de vaca. Hasta una camarera en un hotel, que me animaba a que cogiera embutidos del desayuno, que eran ibéricos y que eso no podía llevar nada que no fuera auténtico. MEEEC! La sorpresa se la llevó ella cuando comprobó los ingredientes en el etiquetado. Salió con las orejas gachas diciéndome que llevaba razón, nunca se me olvidará aquella cara de pena. Me había quedado otra vez sin chorizo de Cantimpalo.

He probado leche de todo tipo, avena, avellanas, arroz y soja, ¡ y de todas las marcas! hasta dar con la buena. Porque aunque quiera ninguna es como la de mi amada vaca, pero a todo se acostumbra uno. De entre el elenco, me he quedado con la leche de soja de Lidl. El paseo de 15 minutos para conseguirla le viene bien a mis cartucheras.

Los síntomas, como he mencionado, comenzaron con un niño que no cogía peso y con más gas que un globo de helio. Había salido del hospital con lactancia mixta (pecho y biberón). Me decían que los lloros eran por hambre. Así que, pese a que peligraba la lactancia materna por acostumbrarse al biberón, preferíamos calmarle ese apetito. Nada peor. Cada vez que volvía a intentarlo con el pecho o le dábamos una toma de biberón de fórmula fabricada con leche de vaca, acentuábamos el problema.

Al inicio nos encontramos con una pediatra desorientada, que no atinó a ver que podía existir este problema. Casualidades de la vida, en mi entorno de amigas se habían cocido ya dos casos de bebés que padecían la tan de moda “alergia a la proteína de vaca”. Aunque tenían diferentes síntomas, ellas me dijeron que insistiésemos para que nos mandasen a las pruebas de alergia. Conseguimos que la pediatra se interesara por el tema y en una tercera visita decidió cambiar la alimentación del niño y la mía. Nos explicó que no había pruebas específicas más que retirar los lácteos, tanto para el bebé como para mí, y ver si el niño ganaba peso. Seguía diciendo que no hacía falta que yo fuera radical y que podía tomar alimentos que contuvieran algo de leche o trazas de ésta. Aún así he tratado de evitarlo todo.

Por suerte, también nos tocó un inspector majo que nos dio el visto bueno para recetar la leche de fórmula hidrolizada para el bebé. Y menos mal, porque los precios de la dichosa leche son equiparables al del caviar de anchoas del Pacífico. Una leche que huele y sabe mal, pero que mi pequeño tragaba como si no hubiera un mañana.

El cambio fue casi repentino, una semana más tarde los gases habían bajado y el pichón había espaciado la frecuencia de lloro. Sin embargo, el camino no ha sido fácil. Mientras no tuvimos un diagnóstico tuve que oír de todo. Frases hirientes de las que cuando estás empezando y con las hormonas juguetonas, te hacen sentir una mala madre. A ver si tu leche no alimenta. ¡Lo que lloré con esas palabras, la cicatriz de la cesárea y un niño escurrido en carnes! Ocho meses después y todavía dándole pecho, luzco contenta a mi niño que va para los nueve kilos.

La historia también ha traspasado a mi vida profesional. Como “cientóloga” de alimentos, en parte me dedico a enseñar a empresas a aplicar la normativa de información al consumidor, donde deben declarar los alérgenos que contienen los alimentos, entre ellos la leche. Pues se sorprenderían de la cantidad de sitios y de personal que no está todavía formado al respecto. Curso tras curso siempre me dicen, “los que son alérgicos saben perfectamente lo que no deben de comer”. Ahora me pongo yo como ejemplo. Hay algunos que somos alérgicos novatos, alérgicos transitorios, unos inconscientes que tenemos que ir buscando en los confines de las etiquetas. ¿Qué problema tienen en indicar los ingredientes? y entonces me sueltan ¡a ver si nos van a copiar la fórmula! Una cruz.

Por suerte hay un grupo de facebook llamado “los básicos de APLV” (alergia a la proteína de leche de vaca) que han creado un catálogo de productos totalmente libres de la proteína por categorías. Un lujo para los novatos. Gracias al buen hacer de estas personas, cada vez que uno descubre un alimento apto, se conmemora en el grupo y queda añadido para conocimiento del resto. Gracias, mi Triana, por descubrírmelo.

La suerte de esta restricción transitoria es que he podido dedicarle más consciencia a lo que hay tras los alimentos. Y si se fijan sólo un poquito, no hay desperdicio, se van a sorprender de todo lo que está saliendo a la luz con el bendito reglamento. Ese que según algunos es un revelador de recetas secretas.

Siempre suya (incluidas las vacas),

Mrs. Maple

 

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