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La historia de Catalina

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Hace mucho mucho tiempo que no escribía en este blog. Hoy vuelvo con algo diferente, la historia de Catalina. Si no me siguen en instagram, no habrán tenido noticias de ella. Les cuento. Hace unos días se me ocurrió jugar al Cadáver Exquisito, a través de una foto en mi perfil. La foto reflejaba la imagen de una mujer pintada en tinta negra por Esther Gili. Una obra original que le compré el mes pasado y que cuando llegó a casa me pareció de una fuerza tremenda. Quería darle una historia a aquella mujer y no se me ocurrió mejor modo que a través de la participación voluntaria en redes. Así que aquí está. Ésta es la historia que hemos construido entre todas.

Era una fría mañana de nubes negras cuando, paseando por la calle con un viento gélido, una mujer misteriosa apareció frente a la librería de la esquina, con el aire meciendo su melena. Tenía la mirada perdida, pero el paso decidido. Se llamaba Catalina, como la luna. Su abuelo le había puesto ese nombre cuando fue a darle de alta en el registro. Y allí estaba, frente a la librería, decidida a cambiar su destino y el de otras como ella. Desde pequeña su abuelo había sido quien le leía cuentos. Por Sant Jordi, en vez de una rosa, le regalaba libros. Así pues, no era de extrañar que estuviera aquel día allí.

Con la mano en el bolsillo agarró fuertemente aquel último libro que le regaló como si de un amuleto mágico se tratase, lo llevaba con ella en cada aventura y sabía que guiaría su rumbo. Abrió al azar en alguna página, siempre hacía eso cuando necesitaba una señal del destino, era como comunicarse con su abuelo, pero lo que leyó la dejó con la boca abierta. Había leído ese libro decenas de veces, pero se abrió en una página nueva, una página en blanco en medio de la historia donde ella iba a empezar a escribir la suya propia, aunque aún no lo sabía. Entonces se abrió la puerta de la librería y la vieja librera apareció con un gato entre los pies, una taza de café humeante entre las manos y una expresión divertida en el rostro.

– Pasa, niña, no te quedes ahí como un pasmarote -le dijo.

Sonrió y se acercó tímida pero decidida hacia la entrada. De la librería salía ese olor a papel que le encantaba y que tantos recuerdos le traía, pero al pasar la puerta lo que se encontró la dejó con la boca abierta. No era una librería como las demás, se encontró en medio de un vestíbulo octogonal, repleto de libros y objetos un tanto extraños que daba paso a un pasillo tan largo que no era capaz de distinguir el final. Ante la curiosidad, echó a andar por el pasillo y cuál fue su sorpresa cuando descubrió que era la librería de todos los libros olvidados, y la mujer, que hacía las veces de librera y que los custodiaba día y noche, de pronto comenzó a extender un par de alas casi blancas mientras ella abría la boca todavía un poco más. La mujer miró a Catalina a los ojos y, sin decir nada, se dio la vuelta y se adentró en el largo pasillo. Catalina se sintió atraída por la mujer y la belleza de sus alas y la siguió hasta que ambas se detuvieron delante de una estantería.

– Todo el mundo tiene un libro especial -dijo la librera-. Ese que en un momento dado nos saca de la oscuridad, aquel que con una frase de repente da sentido a nuestras vidas o respuesta a nuestras eternas preguntas. A veces la gente se olvida de ese libro y aquí es justamente donde van a parar todos esos libros que fueron especiales para alguien para luego ser olvidados. Observa, Catalina, esta es tu estantería, aquí se encuentran todos los libros que has leído desde tu infancia.

Catalina cerró los ojos, una lágrima comenzó a correr por sus aún frías mejillas. ¿Debería dejar en esa estantería el libro de su abuelo? Se dejó caer en aquel suelo frío, sus hombros sacudiéndose por el llanto. ¿Cómo iba a dejar el libro allí? Era lo único que le quedaba de él. En esa duda estaba cuándo algo llamó su atención. Un libro desgastado con letras doradas.

– ¿Por qué dudas? -dijo la librera- Así como todos los libros de tu infancia, lo mejor de este es todo lo que guardas en tus recuerdos.

Catalina, secándose las lágrimas, se acercó lentamente y lo cogió entre sus manos. Cuando lo abrió fue como si toda la sala quedase iluminada. Catalina miró a la anciana, ella le sonreía amablemente y Catalina entendió que aquel libro era para ella. Pero, ¿por qué no estaba en la estantería con los demás? ¿Qué podía significar? Sin saberlo, la librera le había mostrado un pedacito del universo que creía haber perdido junto a su abuelo, esas letras doradas, quizá no tenían un sentido literal para los demás lectores, pero para ella…

De pronto, se abrió la puerta entrando un fuerte vendaval. Las luces se apagaron, una de las librerías calló al suelo. – ¡Corre! -dijo la librera. Un vendaval de páginas arrancadas entró con furia empujando la puerta principal. Más tarde Catalina se enteraría de que esas páginas en concreto formaban parte de todos aquellos parágrafos y recuerdos que, con dolor, alguien había querido borrar de su memoria. La anciana tomó a Catalina de la mano con fuerza y calidez.

– ¡Qué extraño! -pensó la joven. Y la llevó a un pasadizo tras una pared.

– Aquí estaremos a salvo -dijo la misteriosa anciana-. Tu visita no es casualidad, ¿cómo supiste llegar hasta aquí?

– La dirección estaba inscrita en el libro que me regaló mi abuelo.

– Bueno, aprovechemos ahora que estamos aquí, quiero contarte algo que deberías saber hace mucho tiempo -dijo la anciana a Catalina en voz baja -. Si has llegado hasta aquí, no es casualidad… Catalina, a veces creemos perder el rumbo y de repente, sin saber muy bien cómo, estamos justo donde debemos estar. Que tú estés aquí hoy, no es más que una CAUSALIDAD. Tu abuelo era muy especial, y no solo por los motivos que tú piensas, aparte de ser buena persona, amable, en realidad él nunca se ha ido, sigue aquí en estos pasadizos. Fingió su muerte porque querían hacerle daño y temía por tu vida. Tu abuelo y yo nos conocemos desde hace mucho tiempo, y es él el que te ha traído hasta aquí. Ahora te vas a reunir con él y podrás comprender el motivo de su ausencia. Sígueme -dijo la anciana.

Entonces la anciana inclinó un libro de la estantería que tenía delante suyo y la estantería entera se abrió como una puerta, dejando entrever una sala con un sillón orejero de terciopelo verde botella colocado de espaldas a ellas, donde se intuía a alguien sentado leyendo. Catalina se acercó lenta y sigilosamente al sillón para descubrir en él a su abuelo, que al verla dejó el libro que leía abierto y boca abajo en el reposabrazos. De repente, Catalina despertó. Todo había sido un sueño. Con los ojos aún somnolientos miró el reloj de la mesita de noche y vio algo que se reflejaba al lado. Encendió la luz. Era el libro de letras doradas. Estaba ahí…

Incorporándose entre las almohadas, cogió el libro y acarició la portada. Era un libro gastado pero muy vivido.  Lo abrió y de pronto se fijó en que la tapa delantera se despegaba por una esquina. Un papel negro, que había quedado oculto por el encuadernado, se asomaba reclamando atención. Rápidamente lo cogió, buscando la página en blanco que vio en su sueño, pero el libro parecía absolutamente normal. No había ninguna página nueva, ni marca extraña. Un escalofrío la recorrió, sintió pena porque no fuese real y se abrazo al libro con fuerza. Al abrazarlo su habitación cambió y, de repente, se encontró en los pasadizos de su sueño. Pero al contrario del sueño, no había ninguna anciana, ni estantería con libros que abriese ninguna puerta. Tan solo era un pasadizo húmedo, lúgubre y sombrío que se dividía en dos direcciones. Catalina intentó soltar el libro para volver a su habitación, pero no se atrevió. En su sueño se encontraba otra vez con su abuelo. ¿Y si él estaba allí? Tenía que seguir, le seguía necesitando y, además, quería saber qué era todo aquello que estaba pasando y no lograba comprender. Pero, ¿qué camino tomar?

Se dirigió a la izquierda y caminó mucho durante lo que parecieron horas y horas. El pasadizo acababa en una puerta barnizada de color azul y con un pomo de madera. Tenía una ventanita partida en cuatro, con cortinas blancas al otro lado, como las que dibujaba en las casitas cuando era niña. No dudó al abrirla y, de repente, se encontró en medio de un prado. Al fondo, en lo alto de una colina bañada en oro por el otoño, Catalina pudo vislumbrar una figura humana que le resultaba familiar. – ¿Será mi abuelo? -pensó alegre- ¿O tal vez aquella anciana? -le dijo su voz interior.

El sol de un amanecer rosado golpeó sus ojos, no pudo evitar taparse la cara con el libro y, poco a poco, al retirarlo suavemente y con incredulidad, observó la niebla que invadía todo a su alrededor. En aquel silencio podía escuchar el tímido canto de los gorriones, parecía que le daban la bienvenida y el olor a lavanda llenó sus pulmones de vida. Se sentía perdida pero a la vez ese lugar le resultaba familiar, ¿sería un lugar de su infancia? 

El silencio. Lo que le gustaba era el silencio. En él encontraba todas las respuestas a sus dudas, a sus miedos. Todas las respuestas a la incertidumbre que le abrumaba cada día.

Todas las mañanas, desde la muerte de su abuelo, se levantaba de un salto, como si de un resorte se tratara. Había mucho ruido a su alrededor. La ciudad se había convertido en una batalla de ruidos donde competían por la rudeza del sonido. Shhh, se decía todos los días desde la muerte de su abuelo. Ahora, en aquel lugar, parecía haberse encontrado. Entre aquel silencio descubrió algunas de las cosas que más le gustaban. Y aquella figura al fondo que le invitaba a seguir.

De repente, extendió el brazo muy lentamente y abrió la mano como invitándole a ir hacia allí. Su abuelo siempre lo hacía cuando paseaban por el parque y aunque Catalina estaba muy asustada, aquel ambiente acogedor que le trasladaba a su infancia le dio el valor que necesitaba para dirigirse hacia él. Sus pies comenzaron a caminar hacia lo alto de la colina, cada vez más deprisa, rozando con sus manos aquellos campos de lavanda. Cuando al final alcanzó la cima, bajó el ritmo. Tenía el corazón acelerado y el estómago con un nudo. Peinó su melena, se sacudió la ropa y cuando alcanzó esa figura misteriosa descubrió a la mujer de la librería, con sus bonitas alas extendidas. No podía ser, estaba segura de que era su abuelo el que la esperaba. Catalina se sentía desilusionada, a la vez que asustada. ¿Qué quería esa mujer de ella?

– No temas Catalina -le dijo la mujer, que seguía con su mano extendida invitándola a ir con ella.

Al acercarse para cogerle la mano, le inundó el olor a café que impregnaba sus vestimentas y comprobó que lo que le habían parecido unas alas eran en realidad dos páginas replegadas cosidas al delantal que llevaba. Allí se agolpaban unas palabras desordenadas. Tan desordenadas que Catalina no lograba encontrar sentido en esas palabras. Pero la anciana le acarició la mejilla con mucha suavidad y dulzura, tal y como lo hacía su abuelo, y le dijo:

– Fíjate bien y lo comprenderás todo. -Catalina se relajó y miró esas hojas pegadas al delantal de la anciana y como por arte de magia comenzaron a moverse como un puzle, llegando a formar una frase en la cual comprendió que su abuelo estaba detrás de todo esto.

Las palabras decían: “Cierra los ojos y toca con dulzura y sin miedo a esta anciana y hallarás la respuesta”. Catalina hizo lo que ponían las hojas y después oyó a su abuelo que decía: “Catalina abre los ojos, por favor”. Cuando ella abrió sus ojos, no podía creer lo que estaba viendo. Comenzó a llorar de alegría y emoción y le dio un fuerte abrazo poniéndose de puntillas. Era él, allí estaba, era su abuelo. La anciana que le iba guiando en sus sueños y tras ese mágico libro no era más que su abuelo. Ella no lograba verlo porque el pensamiento de su muerte le había invadido tanto que no conseguía ver más allá. Y ahora, en el mundo real, Catalina sabe que su abuelo está allí y cuando necesita verlo, coge el libro mágico y recorre el prado en el que él se encuentra rodeado de silencio, olor a lavanda e inundado de una tranquilidad infinita.

Despierta. Tranquila. Catalina oía las sirenas de los coches y el vaivén de la gente. El día comenzaba como otro cualquiera, pero ella era distinta. Sentía una presencia que la arropaba. Pensó en el libro que la acompañaba y en su misteriosa página en blanco. Y sin dudarlo, supo que ahí empezaba su misión. Colocó las mantas sobre su cama, sacó la pluma que guardaba en su mesilla y, colocando con cuidado el libro abierto sobre su regazo, empezó a escribir, mientras sentía su corazón latir, hablar, volar…

Aquí empieza mi historia.

“Era una fría mañana de nubes negras…”

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Quiero dar las gracias a todos los que se animaron a escribir un pedacito. No tenía ni idea de cómo iba a salir el experimento y lo cierto es que durante día y medio me llegaron un montón de sensaciones maravillosas. Les agradezco el respeto, las ganas de seguir, el interés por ver qué pasaba con la historia, las buenas acciones en los pocos momentos que algo se solapó, sus múltiples mensajes de cariño y las felicitaciones por la idea. ¡Fue genial!. Si les ha gustado les leo en los comentarios.

Siempre suya,

Mrs. Maple

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